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Ha habido más de dos docenas de tiroteos en Long Beach en lo que va de 2021, incluidos dos incidentes separados en los que jóvenes de 16 años resultaron heridos por disparos.

Los datos obtenidos por Long Beach Post muestran que la segunda mitad de 2020 fue especialmente violenta. Diciembre marcó el peor mes en al menos cinco años con 53 tiroteos registrados. Un niño de 14 años estaba entre las 19 personas heridas o muertas ese mes. En comparación, solo se reportaron 13 tiroteos en diciembre de 2019.

Los números siempre fluctúan, pero una cosa es segura, siempre hay números.

Quiero mirar más allá de los números porque ahí es donde va mi mente cuando pienso en la violencia en Long Beach. Mi hijo es un número en alguna base de datos estadísticos en alguna parte, probablemente algunos de ellos, estoy seguro. Pero al igual que cualquier otra persona que se ha visto afectada por la falta de recursos y oportunidades en la ciudad de Long Beach, mi hijo fue más que un número.

Era un joven vibrante de 17 años que fue asesinado por dos jóvenes cercanos a su edad. Y cuando pienso en ese día que me quitaron a mi hijo de mi y mi familia, no pienso en el dolor o la pérdida que experimentamos ese día. No, ya no pienso en esas cosas. Ahora, pienso en esos dos jóvenes que le quitaron la vida a mi hijo.

Sabemos que eran dos jóvenes de color. Sabemos que se habían ido en una juerga de disparos de tres días disparando a seis personas de color. Mi hijo era el único que moriría. Pienso en cómo les fallamos a esos dos jóvenes. Cómo nosotros, como comunidad, no cubrimos sus necesidades, cómo nos quedamos cortos como comunidad, y como nos quedamos cortos, perdimos a mi hijo ese día. Mi familia perdió a la persona que realmente era el sol durante algunos de nuestros días más oscuros.

Esos dos jóvenes probablemente no eran muy diferentes de mi hijo. Probablemente querían una vida mejor. Simplemente no sabían cómo lograrlo. Porque una vez más como comunidad y sociedad les hemos fallado a nuestros jóvenes en Long Beach. Debido a que no hemos podido comunicarnos con ellos, han encontrado una forma diferente de comunicarse con nosotros.

El idioma que hablan los jóvenes de Long Beach es la violencia. Durante mi tiempo trabajando en Homeboy Industries, mi gran mentor, el padre Gregory Boyle, solía decir que gente lastimada, lastima la gente. Sé que esto es cierto. Cuando era joven creciendo en Long Beach, yo mismo causé mucho dolor. Lastimé a mi comunidad. Hablé el lenguaje de la violencia. En ese momento de mi vida, sentí que la violencia era el único idioma que cualquiera podía entender. En realidad, era el único idioma que sabía hablar.

No sabía cómo decirle a la gente que la sociedad me había hecho sentir menos. No sabía cómo decirle a la gente que no me sentía incluido cuando iba a la escuela. No sabía cómo decirle a la gente que necesitaba más de lo que estaba obteniendo. Así que hablé el lenguaje de la violencia que muchos de nuestros jóvenes aquí en Long Beach hablan con fluidez.

Debido a que mi comunidad y yo hablábamos idiomas diferentes, los resultados fueron trágicos. En lugar de terapia, recibí acoso. En lugar de rehabilitación, recibí encarcelamiento. En lugar de recursos recibí trauma. Es hora de que la ciudad de Long Beach rompa este círculo vicioso que existe dentro de nuestra comunidad. Es hora de que nos pongamos al día con el resto del condado de Los Ángeles y entendamos que se necesitan recursos, apoyo e inversión en nuestras comunidades de color, no medidas punitivas. Debemos darnos cuenta de que no podemos seguir encarcelando para salir de este problema, nuestra comunidad se merece algo mejor.

José Osuna es un residente de North Long Beach que estuvo encarcelado y pasó casi una década trabajando en Homeboy Industries antes de trabajar con organizaciones que ayudan a las personas afectadas por el sistema judicial. Es miembro del Comité Editorial de la Comunidad del Post.

Traducido por Stephanie Rivera